Aportado por Mª Ángeles Bernal
Las almas de las plantas han permanecido en los “cielos”,
con las estrellas. No han caído en la materia ni están envueltas en las
pasiones. Son puras y sanas, es decir, santas, razón por la cual poseen la
capacidad de actuar sobre las pasiones, instintos y violencias de las
confundidas almas emocionales de los seres humanos y, tal como lo formulara
Bach, pueden elevar la frecuencia de sus vibraciones.
Antiguamente, los pozos, fuentes y riberas de los
mares y ríos eran los umbrales donde se encontraban dos reinos, el reino húmedo
y subterráneo del fértil regazo de la diosa de la Tierra y el luminoso
reino del dios del Cielo. En estas zonas de transición aún se perciben fuerzas
extraordinarias.
Aquí pueden verse ninfas, silfos y ondinas, y el ser humano
puede establecer conexión con el “otro mundo” si mira larga y fervientemente la
superficie del agua.
Estos lugares constituyen una brecha en la realidad
cotidiana, ya que “no son ni esto ni aquello”, igual como los cisnes que
habitan estos lugares no son ni aves ni serpientes, y su plumaje es blanco y
brillante, como las túnicas de lino de los druidas clarividentes.
Los Sabios del Bosque y los Magos de las Plantas
Las energías etéreas invisibles se manifiestan en todas las
formas y figuras naturales, desde los copos de nieve en forma de estrella hasta
la simetría de las flores; en el microcosmos humano, dan forma a los
pensamientos y a la imaginación. Durante siglos, los druidas celtas, los
“sabios del bosque” (del celta, dru = árbol, roble; wid = ver,
saber), fueron descubriendo estas energías en los bosques aislados.
Conocieron los caminos de los elfos; vieron que detrás de la
materia aparentemente sólida se oculta una fuerza milagrosa en constante
mutación, que puede ser transformada y aprovechada. Con el de fin de proteger
estos conocimientos de los abusos, mantuvieron este saber “en el corazón”,
recopilado en versos; en otras palabras, lo aprendieron de memoria (by heart) y
se negaron a plasmarlo por escrito.
Con el tiempo, se fueron perdiendo en el olvido muchas de
estas tradiciones orales. Sin embargo, el mundo de los elfos siempre se da a
conocer de nuevo a personas de buen corazón y amantes de la naturaleza.
Frecuentemente, se trata de personas sencillas, como la herbolaria de la selva
negra, a la que durante una epidemia de peste se le apareció un pequeño gnomo
del bosque que la puso al corriente del poder curativo de las plantas
medicinales diciéndole:
“Comed bayas de enebro y pimpinela, así no moriréis tan
rápidamente”.
En los siglos XX y XXI, también ha habido (y hay) algunas
personas que, consciente o inconscientemente, han tenido acceso al mundo
etéreo. Rudolf Steiner, que también estudió la tradición celta, habla en este
sentido de “poderes creadores”. Entre otras cosas, elaboró preparados de
plantas medicinales que siguen desempeñando un papel importante en la
agricultura biológica, ya que constituyen remedios eficaces para las plantas y
la tierra.
Edward Bach, el padre de la terapia floral, también tuvo
acceso a las energías etéreas que actúan tras la apariencia material y sabía
que las plantas las podían transmitir. Advirtió que las cosas del mundo
material no son fijas, y menos aún las “enfermedades”. A pesar de que la
terminología médica da la impresión de que se trata de cosas explicables, en
realidad son manifestaciones en constante proceso de transformación. Las
denominadas enfermedades no se pueden explicar desde un punto de vista
químico-mecánico, sino que se deben a disonancias energéticas causadas por
actitudes anímicas negativas y percepciones erróneas. Con este concepto, Bach
rebasó los límites de la medicina académica de su tiempo. En lugar de recurrir
a concentrados de sustancias activas obtenidos en ensayos con animales, apostó
a los poderes del sol, del agua y de las flores, capaces de transmitirle al
alma humana parte de la bondad del universo para volver a armonizar con él.
¿Dónde están el alma y el espíritu de las plantas? ¿Cómo se
manifiestan? Si se busca en el lugar equivocado, no se puede encontrar nada. Al
igual que no se puede llegar a comprender el comportamiento de una brújula si
se estudia sola, sin relación con el magnetismo de la tierra, no se puede
comprender el espíritu ni el alma de las plantas observando un único ejemplar,
sin incluir el sistema planetario y el cosmos.
Las plantas no son organismos individualizados, emancipados
de las circunstancias externas como, hasta cierto punto, es el caso del ser
humano. Como seres vivos físicos, naturalmente están presentes en el mundo
fenoménico y perceptible, pero todo lo que sucede espiritual y anímicamente en
su interior –que determina su nacimiento y muerte- tiene lugar en armonía con
el Sol y la Tierra y está influido por el movimiento de los planetas y la
luna. Lo espiritual y anímico de la vegetación se extiende, por
consiguiente, al macrocosmos, a lo metafísico. Su existencia no constituye un
microcosmos, un ego aislado y privado como el ser humano. El alma de la planta
permanece invisible, excepto para los videntes. Olvidemos pues los microscopios
y aparatos de laboratorios y pongamos la mirada en el firmamento.
Las almas de las plantas han permanecido en los “cielos”,
con las estrellas. No han caído en la materia ni están envueltas en las
pasiones. Son puras y sanas, es decir, santas, razón por la cual poseen la
capacidad de actuar sobre las pasiones, instintos y violencias de las
confundidas almas emocionales de los seres humanos y, tal como lo formulara
Bach, pueden elevar la frecuencia de sus vibraciones.
Por lo que se refiere a los animales, en cambio, se puede
hablar de almas “encarnadas”, ya que manifiestan todas las emociones anímicas:
simpatías y antipatías, miedo, alegría, odio, envidia, amor, etc. Los animales
superiores producen su propio calor interno; por consiguiente, ya no dependen
de la radiación directa del sol y, a diferencia del reino vegetal silencioso,
expresan sus emociones internas mediante gruñidos, graznidos, bramidos y otros
sonidos. Esta vida anímica interior se acompaña físicamente de los órganos
internos irrigados por la sangre. La planta no forma órganos; no se convierte
en microcosmos, sino que continúa siendo una superficie orientada hacia el
mundo exterior, el cosmos. Los impulsos, que en el animal parten de los órganos
internos y chakras, les son transmitidos a la planta por los cuerpos
celestes. Todas las hojas están dirigidas hacia el sol.
Extractos del libro: “Flores que Curan el Alma”. Edit. Urano
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