La posición del Sol en el firmamento y las fases lunares
proporcionan las señales para la metamorfosis, para la germinación, la
floración y la fructificación. Como han demostrado las investigaciones, cada
tubérculo de papa mantenido en la oscuridad “conoce” la posición del Sol y de
la luna, la estación del año y la hora del día. Tal como han observado muchos
jardineros biológicos, los movimientos de los planetas (conjunciones,
oposiciones y situaciones en el zodiaco) modifican la metamorfosis de las hojas
y flores y son causa de diferencias cualitativas en la forma, color, aroma o
sabor.
Este aspecto cósmico de lo anímico en la planta aparece en
la mitología de aquellos pueblos cuya fuente de conocimientos radica en la
clarividencia. Éstos hablan de una diosa de la vegetación, que se mueve entre
el cielo y la tierra, en armonía con las estaciones.
Se trata de la bella Perséfone de los griegos, hija de la
madre de la Tierra Deméter. Durante dos terceras partes del año, Perséfone
reside en la luminosa Tierra pero, debido a que está ligada a las semillas,
debe permanecer un tercio del año con el oscuro dios del Mundo Subterráneo.
Es la diosa Nana de la mitología germánica, que acompaña a
su esposo Baldur, el radiante dios del Sol, al mundo de los muertos.
Es también Blodeuwedd, la doncella de las flores de la
tradición galesa, creada por el mago Gwydion para el héroe del Sol Llew Llaw
Gyffes.
Devas, los Seres Luminosos
Las almas de las plantas, hijas de Nana o Perséfone, que
dominan las distintas especies y géneros, suelen ser
llamadas Devas (sánscrito, deva = luminoso, divino). Apenas
si se diferencian de los ángeles y, al igual que éstos, sólo pueden ser
percibidas en estado de clarividencia. Para poder escuchar sus mensajes, el
herbolario debe tener el alma pura.
Los germanos solían enviar a niños inocentes a buscar
plantas medicinales.
Los indios sólo se enfrentan al alma de las plantas después
de haberse purificado mediante ayuno, purgas y baños de vapor.
Ginseng, el herbolario de la antigua China que buscaba la
“raíz del cielo”, debía llevar una vida de abstinencia, no podía tocar el
hierro ni comer carne. Éste dijo las siguientes palabras:
Oh, gran espíritu, ¡no me abandones!
He venido con el corazón puro;
mi alma es inmaculada,
ha sido liberada de todo pecado y malas intenciones...
He venido con el corazón puro;
mi alma es inmaculada,
ha sido liberada de todo pecado y malas intenciones...
Determinados momentos sagrados (el alba y el crepúsculo, los
“tiempos intermedios” del calendario celta, san Juan) favorecen la comunicación
y comunión con las Devas. Cada especie de planta tiene su propia Deva y cada
Deva posee a su vez un carácter personal. Algunas, como las plantas destinadas
a la alimentación y empleadas con fines medicinales, son maternales; otras,
como las orquídeas, son increíblemente hermosas; otras, como la adormidera
(opio), son seductoras; y existen algunas que son tímidas y reservadas con el
ser humano. Al igual que éste, forman grupos de familias y estirpes Devas que
presentan similitudes entre sí.
Estas cosas tal vez puedan parecer cuentos surgidos del
reino de la fantasía, pero en realidad no son tan extrañas como nos quiere
hacer creer la razón corriente. Son dominios a los que nos dirigimos cada noche
cuando nuestros pensamientos, sentimientos y deseos ceden al sueño y nos
alejamos de la superficie para sumergirnos en las profundidades del Yo y poder
extraer nuevas fuerzas de la fuente primordial.
Nos recuperamos del desgaste diario mientras el cuerpo
descansa plácidamente como una planta. A veces, al despertar, logramos retener
algunas impresiones fugaces del “otro mundo”, cuando éstas no son arrastradas
por “el río del olvido”.
En ocasiones, tenemos grandes visiones y sueños proféticos.
Los verdaderos clarividentes pueden emprender conscientemente este viaje:
cruzan la frontera a la luz del día, se comunican con las Devas de las plantas,
los antepasados y las entidades divinas y reciben sugerencias del Yo Superior
que puedan ser aprovechadas para beneficio de los prójimos.
La flor, Símbolo de la transformación
La flor de la planta es considerada un puente de unión con
las dimensiones metafísicas.
Se dice que Buda sólo tenía que mirar el cáliz de una flor
para alcanzar un plano superior de conciencia (samadhi).
En el sur de Asia y en otros lugares, se colocan flores a
los pies de los ídolos.
Determinadas flores, así como también el incienso, los
cánticos, el agua del Ganges o el sonido de las campanas, atraen a los dioses y
los hacen aparecer ante el ojo espiritual de los adoradores.
Cada especie de flor es la expresión de una deidad:
la flor del estramonio representa a Shiva, el destructor de
todas las ilusiones;
la flor de loto es el trono de la gran Diosa;
la floreciente albahaca es Vishnu, el que lo conserva todo.
Prácticamente no existe ningún hogar indio donde no se pueda
encontrar un ramo de albahaca. Nosotros, los occidentales, a pesar de la
secularización y el racionalismo, también seguimos adornando con flores
nuestras habitaciones y casas para crear un determinado ambiente. Honramos a
los muertos con coronas de flores y adornamos sus tumbas con coloridas flores.
Estas prácticas tienen su razón de ser, ya que es con la
flor que la apariencia material de la planta entra en contacto con el más allá.
Al ir entrando en el estadio de flor, la planta va evolucionando hacia la
muerte. Va perdiendo progresivamente su fuerza vital, hasta alcanzar la última
fase de crecimiento, cuando se produce una última metamorfosis, tras la cual la
planta se vuelve hacia adentro. Vuelve a florecer brevemente en todo su
esplendor antes de marchitarse. Desaparece por completo de este mundo visible y
se convierte otra vez en el arquetipo, dejando atrás únicamente unas semillas
diminutas.
Sólo echando raíces en el suelo vitalizador, a partir de
semilla o tubérculo, podrá volver a iniciar el curso de la vida.
Siempre es la muerte cercana, la sequía, la oscuridad, el
frío del invierno, el agotamiento de la vitalidad, lo que estimula a la planta
a florecer, o lo que hace llenarse de vivos colores los bosques otoñales. Esto
también lo saben los jardineros, que estimulan el desarrollo de las flores
mediante la poda radical o la restricción artificial de agua.
Dado que la naturaleza externa, el mundo de las plantas, y
la naturaleza interna del ser humano evolucionaron a partir de un mismo origen,
podemos suponer que siguen estando relacionadas entre sí:
“Las flores nos tocan el alma, porque tienen su origen en
los efectos anímicos”.
Por consiguiente, Edward Bach extrajo los remedios del lugar
de la naturaleza macrocósmica donde se entrelazan los procesos vitales y los
procesos psíquico-anímicos. En el ser humano, estos remedios también actúan en
la zona de transición donde las emociones del alma se convierten en reacciones
fisiológico-biológicas. Intervienen allí donde aún no hay nada fijo, donde todo
está en suspenso.
Los remedios tradicionales, medicamentos obtenidos de
raíces, cortezas y hojas, actúan cuando la enfermedad ya está avanzada. Por
este motivo, por fuerza, son ligeramente tóxicos o, por lo menos, capaces de
provocar intensas reacciones somáticas: han de actuar de forma drástica,
sacudiendo las glándulas y órganos. Cuando éstos no hacen efecto, el médico
generalmente recurre a venenos aún más fuertes, generalmente químicos, a hormonas
sintéticas y, en caso necesario, al bisturí. Edward Bach, no obstante, encontró
el punto de Arquímedes, el punto de suspenso donde lo grave aún puede ser
curado con facilidad.
Extractos del libro: “Flores que Curan el Alma”. Edit. Urano
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